¿ A que sabe Bogotá?

¿ A que sabe Bogotá?

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¿A qué sabe Bogotá?… Antes de responder, lo primero sería preguntar ¿cuál Bogotá?… ¿la Santa Fe de los siglos de la conquista española, de la que sólo se podría hablar a través de documentos históricos, o la de mis abuelas?, que a diferencia de la ciudad de los primeros siglos, sí la pude vivir a través de sus mesas, compartiendo junto a mi familia ajiacos, pucheros santafereños, chocolates con todas sus adiciones y amasijos, cuajadas, buñuelos, brevas con arequipe y una crema de cangrejo de río sabanero que siempre ha estado y estará entre mis mejores recuerdos  (Lea también: ¿A qué huele Bogotá?).

¿Y qué puedo decir de la mesa de mi abuela paterna? En ella reinaban los sabores del altiplano cundiboyacense con dos ingredientes que parecerían unir a todos los demás: la crema de leche y los agasajos. En cambio, en la mesa de mi abuela materna reinaba la costa atlántica, que no tan extrañamente estaba centrada en los sabores de asados y braseados de carne de res hechos regiamente en el horno (Lea también: ¿Cómo se siente Bogotá?).

Entonces más bien, y mejor haría yo, responder por esta Bogotá en la que vivimos 8 millones de personas. Vertiginosa, estresada y a la vez generosa, y quién sabe si esta amabilidad sea por una verdadera vocación hospitalaria o por la natural coyuntura que vive al ser una capital de un país centralista con problemas políticos y sociales que desembocaron en una guerra miserable (Lea también: ¿Cómo se ve Bogotá?).

Al recibir las demás culturas colombianas por el éxodo que esta guerra ha ocasionado, Bogotá se convirtió en una ciudad cosmopolita, rica culturalmente y también, evidentemente, variada y gustosa en su oferta gastronómica. Entonces, esto me lleva a identificar unos primeros sabores, que podrían ser realmente una diversidad de ingredientes y también de altos y nuevos pensamientos culinarios que han llegado de diferentes formas y por diferentes vías (Lea también: ¿Cómo suena Bogotá?).

Los últimos 20 años que hemos vivido en Bogotá en materia gastronómica han sido prácticamente desbordantes y la forma en la que el comensal bogotano ha recibido esta nueva dinámica cultural ha sido de forma entusiasta, permitiendo y motivando al mismo tiempo a los diferentes cocineros a expresar una mejor cocina cada día. Convidándolo y retándolo a la vez a afinar su técnica y conocimiento.

Y todo este acontecimiento cultural, y también económico, ha llevado a que los proveedores cosechen, críen y desarrollen mejores productos e ingredientes. Esto a su vez ha llevado al comensal a comer cada vez más rico, a estar más interesado en tener una dieta maravillosa y a ser también más consciente de la relación con el alimento que consume y con la procedencia del producto alimenticio.

Veo a un comensal más abierto a preguntarse, y quizás por vez primera, qué está comiendo y por qué lo está haciendo. Pensaría entonces que otros sabores aparecen en este nuevo banquete bogotano: más globales y más contemporáneos. Son sabores de consciencia con respecto al origen del alimento que consumimos y un interés general por alimentarnos mejor.

Y usaré el título que usó Michaell Pollan para nombrar uno de sus primeros libros y así resumir este párrafo y abrir el apetito al lector interesado: El dilema del omnívoro, que resulta en este pequeño texto como una suerte de epifanía que seguramente ya está siendo vivida, no sólo en Bogotá, si no tal vez en varios lugares del planeta.

Entonces tenemos una ciudad actual, abierta e interesada al mundo culinario con varios protagonistas. Cocineros, por ejemplo, entre los que encontramos algunos que están explorando tierras lejanas para traernos esos nuevos sabores de ultramar. Otros, en cambio, sumergidos como antropólogos y arqueólogos en nuestros pisos térmicos, investigando, reconociendo y trayendo a nuestras mesas sabores escondidos u olvidados que siempre han estado junto a nosotros y que no hemos sabido apreciar y valorar.

Sabores propios que nos ayudan a identificarnos como pueblo y como territorio y que nos podrían ayudar a revalorarnos y a apreciarnos.

También hay otros protagonistas: productores locales, ávidos comensales y hasta periodistas, bloggers y foodies orbitando alrededor de estos fogones y comedores. Y también hay que señalar un sabor a vino que se ha introducido en nuestros paladares, consecuencia de todo este movimiento vertiginoso que hemos vivido en los últimos años. No tengo ninguna memoria de haber visto a mi padre abrir y brindar con una botella de vino en su mano. El vino realmente es un nuevo ingrediente y bienvenido sea. Qué alegría tener su honorabilidad en nuestras mesas.

Y por último me gustaría decir que esta ciudad que describo es tan sólo una pequeña Bogotá. Hay otra comunidad dentro de esta ciudad en una situación diferente. Que tal vez no podría hacerlo de igual forma y que parte de ella tiene hambre en este momento. Pero creo que esta minúscula ciudad, que acabo de describir a través de los ojos de un cocinero, tiene la capacidad de reaccionar y de posibilitar el inicio de un proceso consciente, en donde todas estas experiencias que estamos viviendo a través de este nuevo mundo foodie, nos lleven a tener una relación más cercana con los hábitos alimenticios de consumo que hoy día tenemos y de esta forma podamos permear con todas estas maravillas culinarias y conocimiento gastronómico a esa capital enorme que no está pudiendo vivir esta oportunidad de alimentarse mejor.

Porque Bogotá ahora podría saborearse entre productos locales y sabores de otras latitudes, a tendencias modernas o costumbristas y, sobre todo, a producto local… Ojalá. Pero si no aprovechamos este gran momento y aprendemos de él, concluyendo que debemos tener una relación consciente con el alimento que ingerimos, que vivimos en un país agrario, que nos puede suplir de buen alimento y que este alimento sabe mucho mejor si lo compartimos, no habremos hecho nada y habremos dejado pasar una gran oportunidad para que Bogotá ahora sepa a fraternidad.